jueves, 4 de abril de 2013

¡Ni en sueños! estamos seguros


Allí estaba, tirado en aquel sillón aterciopelado lleno de mugre, con la mirada perdida, que denotaba en él la poca cordura que le quedaba. Medio muerto, medio vivo, pero con ganas de comprender qué era lo que le había llevado a aquello.
Afuera llovía a raudales, los relámpagos cruzaban las avenidas en décimas de segundo. Como era lógico no había ni un alma en la calle pero a él no le importaba, su vida siempre había sido soledad por excelencia.
Su olor era una clara mezcla de alcohol y lágrimas derramadas por la barbarie cometida, un olor que impregnaba toda la habitación de un clima que envolvía al visitante en un contexto avocado al fracaso.
Sin más, sacó del bolsillo interior de su gabardina un paquete de tabaco, y de éste un pitillo mojado que pronto sería el culpable de la nube de humo que le cubriría el rostro y aún más los pensamientos si es que le quedaban.

Había pasado casi media hora desde que entró en aquella triste casa, en cuyo salón ahora yacía una mujer de melena rubia sobré un charco de tinta roja que fluía lentamente de su cuerpo. La pistola del calibre 75 con tres balas más, permanecía indiferente en la palma de su mano izquierda; intacta, intentando pasar desapercibida.

No comprendía qué hacía sentado en el sillón, pues la policía no tardaría en llegar. La vecina que había entrado al oír los disparos fue la mano presta que asió el teléfono para socorrer a la desdichada Ángela, dueña de dos corazones que no latían; el suyo por culpa de la bala que rezumaba de su frente y el de aquel joven moreno cuyos ojos parecían no tener cabida en las cuencas.

Ocho años son muchos años, ocho años llenos de risas y sensaciones vividas juntos, ocho años compartidos, el uno para el otro y el otro para el uno. Pero lo cierto es que Ángela estaba cansada de la rutina de engaños y de las continuas crispaciones que no hacían otra cosa que avivar la mecha de una bomba que no tardaría en explotar.
Y ocurrió. Sus palabras tan sólo fueron saboreadas por Raúl en una nota que encontró en su mesita. “Me voy, no me busques, es mejor así. Te amé, pero ya no puedo más”.

Fue Raúl el que decidió que no sólo Ángela ocuparía su tiempo, sino una infinitud de mujeres, una extensa lista de ocasiones en las que Raúl se refugió en otros brazos, y las que Ángela perdonaría una y otra vez. Dicen que el amor es ciego, y lo cierto es que la chica tenía una venda cosida a los párpados que le impedía ver más allá de lo mundano, lo que nosotros llamamos verdad.

Tan sólo el nazareno se da cuenta del progresivo deterioro de la vela cuando ésta se consume más rápido que la pasión mal entendida, de la misma manera que sólo el pez se percata de la bajada de la marea.

Raúl confió en que su vida sería así, no la concebía de otra manera y la verdad es que se equivocaba.

Allí estaba dilucidando entre sus actos y las consecuencias de los mismos. Postrado en un sofá delante de la mujer que tanto había amado y que ahora ansiaba por besar y pedir perdón por sus errores. Nadie se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde, y Raúl perdió lo poco que tenía.

Se levantó cual marioneta controlada por un epiléptico y a tientas consiguió mantener erguido su cuerpo. Era demasiado el peso que su conciencia había depositado tras su espalda. Su respiración agitada recordaba al peor de los asmáticos.

De repente fue claro el ruido de la sirena policial que hizo que el corazón del chico se alarmara al punto de querer salirse de su pecho. Sin más dilación miró por última vez a la mujer por la que hubiera jurado dar la vida y cuyo palpitar hacía media hora escasa, había ahogado.

Saltó por la ventana que daba al patio de atrás de la casa de la joven; el cúmulo de recuerdos en aquellos jardines le asaltaban más rápido aun que lo que corría hacía la puerta trasera.


Cerrada. Sin salida. Pero como si los ángeles le auparan consiguió pasar el muro que daba pie a la calle y terminaba con las hordas de sensaciones pasadas en aquel patio que ahora lucía en penumbra.

Corría por la calle despavorido, no sabía dónde ir, lo único que sabía era que como humano se acabaría cansando. De modo que al ver el ford fiesta parado en el semáforo no lo dudó. Con la pistola sucia por el crimen apuntó al pobre anciano que sin lugar a dudas le dejó el coche.
Montado en aquella chatarra veía pasar momentos de su vida ahora hechos añicos por la estúpida decisión de acabar con todo por la manera más fácil. No tenía suficiente con ahogar su llanto en la copa de tequila, tuvo que llevar a cabo la idea más macabra que le rondaba su vacía cabeza; acabar con la vida de aquella preciosidad a la que él siempre había hecho daño pero a la cual no concebía fuera de su vida.

Como no ocurriría de otra manera, la sirena de la policía asomó por su retrovisor en pos de detenerlo a toda costa. Las casas de la ciudad que le había visto crecer se regodeaban entre ellas en menos de las décimas que Raúl tardaba en dejarlas atrás con el coche.
La pistola reposaba dormida en el asiento del copiloto, como si fuera sumisa de un sueño profundo que la haría permanecer quieta por siempre allí.

Más de quince minutos duró la endiablada persecución, el tiempo que precisó el joven para acabar acorralado en un callejón. Rodeado de más de 3 coches de policía, de los que no paraban de bajar agentes con más miedo que el propio aterrado.
-¡Salga del coche!-gritó uno de los agentes. Apartándose los pelos de la cara y sujetando firmemente la pistola ahora en su mano derecha, Raúl salió.

-¡Baje el arma o dispararemos! – profirió de nuevo el agente denotando un aire aun más asustadizo.

Raúl no bajó el arma. Pensó en la vida de aquellos hombres. Seguramente tenían familia, algo que él añoraba desde hacía casi una hora ya.
-Bastante daño he hecho ya-dijo con voz entrecortada- no viviré como un monstruo. Y tras medio segundo alzó su mano diestra y apuntándose a la sien………


Raúl, Raúl,!!!!¡ despierta!, aprisa que llegas tarde al instituto-
-Dios, papá. Ni te imaginas lo que he soñado.¡ Ha sido como una vida entera! Estaba en un….
¡-Pero venga!¡ que al final vas a llegar tarde! En la comida me cuentas.



A Raúl con 17 años aun le quedaban momentos tensos por vivir, pero no ahora.